Era encantadora, cautivante. Había algo en ella que me provocaba constantemente, y no era esa sutil forma de caminar y ese perfume con olor a flores primaverales que te hacía soñar con cada paso. Tampoco era su dulce voz, una voz tranquilizadora, una voz que te invitaba a imaginar y a vislumbrar distintos senderos, no el constante camino grisáceo, casi deprimente, ni mucho menos sus ojos color almendra, pero esas almendras que no puedes ver en los árboles: Esas almendras que sólo imaginas en los paraísos. ¿Entonces que?
Sé que tampoco era su constante preocupación y orden, esa casi-manía de estar segura de que jamás te faltara nada. Tampoco eran sus atípicos gustos, esos gustos que siempre quise ver en una persona, esa habilidad innata para conquistar y amar, pero amar de una forma distinta: En melodías, no en palabras.
¿Que era entonces?
Creo que era la constante ilusión, casi real, que me mantenía esperando el lapso nocturno. El saber que ella era sólo para mi y siempre sería así, porque sólo yo podía soñarla.
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